La muchacha, sin apuro, avanzaba lentamente
entre montones de nieve. Abrigada hasta la nariz y congelada hasta el tuétano,
solo observaba. Mantos multicolores danzaban en ese infinito cielo nocturno
inalcanzable y, al mismo tiempo, tan cercano como la primera vez. Matices de
colores pastel adornaban el firmamento dándole vida de la forma más delicada
posible. En el horizonte, la blanca y tierna nieve se cortaba de repente con la
negrura invernal, para luego mezclarse con esos colores tan llenos de vigor que
se sentían tan dulces como la melodía de un violín.
Aurora
observaba desde la altura esta maravillosa ceremonia, llevada a cabo en su
honor. Ella lo sabía -y lo supo siempre- que aunque todos lo pudieran ver,
nadie lo vería como ella. Porque todo eso, era suyo. A la lejanía, las personas
observaban maravillados como si fuera la mejor función que presenciaron;
probablemente lo sea. Para muchos, ya no tiene la misma magia que antaño. Para
otros, contemplarlo todos los días provoca el mismo efecto que la vez primera.
Y
a lo lejos, un susurro.
Leve
al principio, haciéndose cada vez más notable a medida que pasaba el tiempo. No
estaba segura si los demás lograban escucharlo, ella se encontraba maravillada.
Maravillada por todas esas voces que unidas formaban la más bella de las
melodías. Cada una recitando su pena, o su alegría, como un canto destinado a
ser escuchado. Un cántico suave, como el más sutil de los rituales. Algunas
gritando, otras llorando, otras tan agradables como la voz de un niño. Voces,
de todas esas personas que necesitan ser escuchadas. Que por algunas razones de
la vida, se quedaron sin voz propia y sin nadie que pueda hablar por ellas.